Luego ve anuncios de la tele sonriendo a las modelos de champú y cosmética con un encanto, os lo aseguro, delicadamente femenino.
Pero mi casa no es un hogar. No es más que una superficie de determinados metros cuadrados donde me dedico a inspirar y expirar el aire que contiene. Y eso no es vivir, para mí. Para mí eso no es más que respirar, no sé lo que opinarán los entendidos.
Mi casa ha dejado de ser mi casa, supongo que en el mismo momento en que yo dejé de sentirme persona. No es que antes entraras y no oliera a nada, claro. Todo huele a algo, no hay que ser ningún Grenouille para advertirlo. Supongo que antes, al abrir la puerta, saltaba cierto aroma indefinible y neutro cargado de nicotina. Que, por cierto, es un gran olor, o por lo menos a mí me lo parece. La nicotina tiene la maravillosa capacidad de tapar cualquier otro olor disponible, con lo que ese recuerdo del tabaco oculta otros miasmas menos reseñables, como el de papel en blanco o almohadas empapadas o cajón desordenado.
Pero el caso es que , como decía, mi casa ha empezado a oler a persona. Y me extraña, porque estoy segura de que no he hecho nada propio de una. Todo apunta a que he abierto alguna ventana y el espíritu de un hogar cercano ha invadido mi intimidad, poseyéndola y obligándola a rendirse ante sus evidentes encantos de guiso, lavadora y noticias de las tres. O puede que tenga un compañero de piso y no lo sepa. Quizá uno de mis viejos amigos invisibles haya decidido visitarme y quedarse un tiempo conmigo, para vigilarme o sisarme dinero para droga (yo ya sabía que acabaría así). He podido no reparar en él, porque ya se sabe cómo son esas indelebles criaturas. Apenas hablan, y su amistad suele ser modesta y pasiva. Pero sobre todo tienen un defecto imperdonable, y es que no los ves. Y sin embargo a éste lo huelo, si es que de verdad se ha instalado en mi casa.
Una tercera teoría aventuraría la congregación molecular de múltiples recuerdos de personas visibles que han pasado por aquí alguna vez, la congregación molecular de cada pequeño resto que han ido dejando, y que juntos han recreado el hálito de un nuevo ser, que con sus propias preocupaciones y asuntos ajenos a mí lleva su anónima existencia dentro de límites espaciales compartidos. Conmigo, para más inri.
Lo peor de todo esto, elucubraciones aparte, es que yo no sé qué hacer con ese olor. No sé si aceptarlo y vivir alegremente con él o, por el contrario, repudiarlo y preocuparme, y lavarme con un estropajo de los que pican, y fregar toda la casa, y limpiarlo todo y dejar esto como los chorros del oro, de un oro falso de casa de muestra, de lugar donde podría haber sido y no fue. Este olor personal está poniendo mi humilde vida patas arriba. Patas arriba, lo digo en serio.
Estoy abierta a sugerencias.