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Noviembre

jueves, noviembre 27, 2008

Cántame eso, dijo.

Estábamos insertados uno en el otro. Simplemente. Se trata de esas cosas sencillas en las que uno no repara cuando suceden. Está demasiado ocupado en sentir los gozos de las inserciones y viceversa, y las ideas y los conceptos sólo acuden cuando, por un descuido, la mente se distrae y se concentra aleatoriamente en algo común y corriente, en alguna insignificante cosa vulgar que le ayude a no morirse de gusto y vacío, de calor y suciedad. Así que no llega a sentir lo concreto y lo objetivo: que dos seres individuales, más o menos independientes, están traicionando el principio máximo de la soledad y se están insertando (y viceversa) el uno en el otro. Todas sus pequeñas individualidades, de pronto, se pervierten en el caos. El común denominador. Esa zona caliente y generalmente rosada, pequeña en comparación con el mundo, donde coinciden los dos sujetos, de la forma más natural y certera posible.

En fin, él dijo cántame eso, y yo lo canté. Soy humana.

Tenía un tatuaje.
Sabía hacer un truco imposible (“pon la oreja en mi corazón y escucha”, saltarse uno o dos latidos, quedarse aparentemente muerto un segundo, con los ojos húmedos de lágrimas, miel, hiel, estaba oscuro, quién sabe). Conocía muchos más trucos. Era un mago disfrazado de físico, o tal vez lo contrario, pero en cualquier caso yo me quedo con la primera opción, y lo conocía bien. También lo quería, y no crean que ambas cosas son demasiado compatibles para mí.

Era íntegro. Solía llevar botas de excursionista. Tenía barba. Signo géminis. Parecía un etarra. Su madre me derramó sopa encima. Fue a propósito.
Datos suficientes para entender que yo cantara eso. Así que lo hice.

Sus manos se convirtieron en un estallido de mariposas e inauguró una sala de fiestas en mi interior que no sabía que existía. Todo esto aconteció sobre un colchón diminuto. Sí, el amor soñó con nosotros sobre un colchón diminuto, mientras los faros de los coches a través de la persiana iluminaban una y otra vez las paredes del estudio.

El parque de la Ciutadella. Millones de pequeños copos de nieve, fundiéndose con nosotros. Mi bolsillo lleno de calor y su mano llena de mi frío. Símbolos masónicos en una biblioteca. Señal mesiánica en su gesto de arroparme y abrocharme el cinturón. Un beso infinito en una librería (no lo digo porque fuera largo).
Málaga. Nuestra almohada que después, y a pesar de tanto transeúnte, sólo ha sido mía. Sus cosas en mi cuarto de baño. La confianza que todos, tarde o temprano, merecida o inmerecidamente, acabamos recibiendo o regalando.

¿He dicho ya que canté eso?Sí señores.

Ha pasado bastante tiempo desde entonces. He cumplido años y he conocido gente y me he enamorado frugalmente, y también he cantado eso muy a menudo, a solas pero como si tuviera audiencia. Y a él le he buscado y encontrado. Y el saber que está bien y que así es la vida no quita que todos los noviembres servidora llore, despacito y con monotonía, como si estuviera desayunando o haciendo cualquier otra cosa habitual en la vida diaria. No me perdono haber sido tan gilipollas. Algunos pensarán que me pongo emocional, que qué mierda de cursiladas son éstas, de pronto y sin avisar. Otros, espero que los menos, sabrán de qué hablo y lo serio que es. Porque estoy escribiendo sobre el maldito hombre de mi vida. Así, con todas las letras. Maldito Hombre de mi Vida. A veces pienso que no es posible echar tanto de menos a alguien, a no ser que se trate de uno mismo. Y entonces algo me dice que que yo ya no soy yo, desde hace mucho tiempo. Que me quedé enquistada en su zona rosada, o que me escondí en el latido que él, posiblemente, sigue saltándose en sus encuentros más íntimos. Vivo en el oído de alguien sordo, en una pieza cualquiera en la que , cualquier noche como la de hoy, queda insertado él por los milagros de la naturaleza. Allí, por los siglos de los siglos. Fatal y decisivamente. Amén.