<body><script type="text/javascript"> function setAttributeOnload(object, attribute, val) { if(window.addEventListener) { window.addEventListener('load', function(){ object[attribute] = val; }, false); } else { window.attachEvent('onload', function(){ object[attribute] = val; }); } } </script> <div id="navbar-iframe-container"></div> <script type="text/javascript" src="https://apis.google.com/js/platform.js"></script> <script type="text/javascript"> gapi.load("gapi.iframes:gapi.iframes.style.bubble", function() { if (gapi.iframes && gapi.iframes.getContext) { gapi.iframes.getContext().openChild({ url: 'https://www.blogger.com/navbar.g?targetBlogID\x3d33702674\x26blogName\x3dNo+A+Todo//+Ana+Ca%C3%ADna\x26publishMode\x3dPUBLISH_MODE_BLOGSPOT\x26navbarType\x3dBLACK\x26layoutType\x3dCLASSIC\x26searchRoot\x3dhttps://iconoplasta.blogspot.com/search\x26blogLocale\x3des_ES\x26v\x3d2\x26homepageUrl\x3dhttp://iconoplasta.blogspot.com/\x26vt\x3d-4766618651126553857', where: document.getElementById("navbar-iframe-container"), id: "navbar-iframe" }); } }); </script>


The fear

domingo, septiembre 20, 2009

No puedo dormir. Hace tres horas (3) tomé tres pastillas (3) cuyas propiedades en conjunto son, resumiendo, hacerte caer como un caballo (o tal vez un pony, en mi caso) pesado y moribundo que hiciera plof, con un golpe seco y breve, lleno de carga dramática, contra el duro suelo de Texas (o tal vez mi cama, en mi caso). Yo ya lo dije, confío en la química. Pero ella me ha fallado. Una de mis innumerables listas, que si mal no recuerdo llamé Por qué hay esperanza o algo igual de estúpido, tenía a la química como estrella definitiva. Era el elemento principal, el elemento sin el cual mi lista Por qué hay esperanza podría muy bien llamarse Por qué a mí o Esto ni siquiera es una lista.
Así que, como no duermo, me he quedado sentada en la cama mordiéndome las uñas y preguntándome cosas. Y he pensado. He pensado fríamente, porque aunque las pastillas no me hayan dado sueño sí que me han relajado, y está muy claro que yo necesito estar relajada para poder pensar fríamente casi cualquier cosa, desde qué voy a hacer con mi vida el resto de mi vida hasta qué ropa me voy a poner mañana.

Bien. Sin contar los breves apartes mentales centrados en tíos sin camiseta corriendo a cámara lenta por una verde y florida pradera, he pensado en el miedo. Vaya combinaciones, lo sé. Tío sin camiseta- miedo- otro tío sin camiseta- miedo- muchos tíos sin camiseta- miedo- miedo- miedo. Adiós, hombres semidesnudos de mi fantasía.

Llevo dos semanas que parecen dos meses o dos años o mucho tiempo a secas acompañando a mi miedo. Voy con él a todas partes. Somos mi miedo y yo, su mascota y mejor amiga, recorriendo la casa y la calle y hablando con la gente. Bueno, con la gente habla él. Yo me limito a quedarme sentada donde mi miedo tenga a bien amarrarme con ese nudo en el estómago que utiliza para inmovilizarme cuando me apetece emitir algún ladrido de persona libre y confiada. Alguna vez me escapo y lo hago, y aúllo desde el corazón y con todas mis fuerzas, hasta que el miedo vuelve a sujetarme y se venga apretando el nudo un poco más, para que aprenda a temerlo y respetarlo. Creo que empieza a hartarse de mis intentos de rebeldía. Supongo que ésa es la razón de que me envenene las noches y me ponga bilis en el café. Trata de agotarme para que me deje domesticar por él y acate sus normas para siempre, me porte bien y no haga nada, ni siquiera pensar ni hacer listas ni intentar expresarme ni nada que exija un leve resquicio de valor o voluntad. Mi miedo me castra a todos los niveles.

Y yo, pues me voy acostumbrando. Como de su mano. Le he cogido miedo a mi miedo. Le he reservado la mejor habitación que tengo, y tal vez tire la llave de una vez por todas. Supongo que mi vida sin él no tendría sentido. Es el último clavo caliente que mi pequeña mano de uñas mordidas tiene cerca. Mi última excusa y la más verdadera.

Olor personal

sábado, septiembre 12, 2009

Mi casa huele a persona. No sé en qué momento ha empezado a hacerlo, pero lo cierto es que sí: abro las ventanillas de mi nariz lo máximo que puedo, olfateo. Es inconfundible. Es esa clase de olor que te golpea la cara cada vez que entras en un hogar. Hay hogares que huelen a magdalenas o a bizcocho, esos efluvios de alacena oscura y maternal, tradicional y bien surtida. La casa de mi abuela olía así, y la de una amiga de mi infancia. También hay hogares que huelen a ropa nueva, a suelo recién fregado o a bebé o a medicamento. Es normal. Es normal porque son hogares. En ellos vive gente.

Pero mi casa no es un hogar. No es más que una superficie de determinados metros cuadrados donde me dedico a inspirar y expirar el aire que contiene. Y eso no es vivir, para mí. Para mí eso no es más que respirar, no sé lo que opinarán los entendidos.

Mi casa ha dejado de ser mi casa, supongo que en el mismo momento en que yo dejé de sentirme persona. No es que antes entraras y no oliera a nada, claro. Todo huele a algo, no hay que ser ningún Grenouille para advertirlo. Supongo que antes, al abrir la puerta, saltaba cierto aroma indefinible y neutro cargado de nicotina. Que, por cierto, es un gran olor, o por lo menos a mí me lo parece. La nicotina tiene la maravillosa capacidad de tapar cualquier otro olor disponible, con lo que ese recuerdo del tabaco oculta otros miasmas menos reseñables, como el de papel en blanco o almohadas empapadas o cajón desordenado.

Pero el caso es que , como decía, mi casa ha empezado a oler a persona. Y me extraña, porque estoy segura de que no he hecho nada propio de una. Todo apunta a que he abierto alguna ventana y el espíritu de un hogar cercano ha invadido mi intimidad, poseyéndola y obligándola a rendirse ante sus evidentes encantos de guiso, lavadora y noticias de las tres. O puede que tenga un compañero de piso y no lo sepa. Quizá uno de mis viejos amigos invisibles haya decidido visitarme y quedarse un tiempo conmigo, para vigilarme o sisarme dinero para droga (yo ya sabía que acabaría así). He podido no reparar en él, porque ya se sabe cómo son esas indelebles criaturas. Apenas hablan, y su amistad suele ser modesta y pasiva. Pero sobre todo tienen un defecto imperdonable, y es que no los ves. Y sin embargo a éste lo huelo, si es que de verdad se ha instalado en mi casa.

Una tercera teoría aventuraría la congregación molecular de múltiples recuerdos de personas visibles que han pasado por aquí alguna vez, la congregación molecular de cada pequeño resto que han ido dejando, y que juntos han recreado el hálito de un nuevo ser, que con sus propias preocupaciones y asuntos ajenos a mí lleva su anónima existencia dentro de límites espaciales compartidos. Conmigo, para más inri.

Lo peor de todo esto, elucubraciones aparte, es que yo no sé qué hacer con ese olor. No sé si aceptarlo y vivir alegremente con él o, por el contrario, repudiarlo y preocuparme, y lavarme con un estropajo de los que pican, y fregar toda la casa, y limpiarlo todo y dejar esto como los chorros del oro, de un oro falso de casa de muestra, de lugar donde podría haber sido y no fue. Este olor personal está poniendo mi humilde vida patas arriba. Patas arriba, lo digo en serio.

Estoy abierta a sugerencias.


Consejo maternal

miércoles, septiembre 09, 2009

Regalarse, bueno.Pero no os desperdiciéis. Es algo que he visto hacer a la gente muy a menudo. Y cuando digo gente ya sabéis a quién me estoy refiriendo.