A black sheep boy dissolves
in hot cream, in sweet moans,
in each dead bed and empty home,
in each seething bacterium
...cantaban Okkervil River
Aparezco muy poco por todas partes. Se diría que extiendo la patita de vez en cuando sólo por dar señales de vida, como una Gregoria cualquiera a la que alguien acaba de dar un zapatillazo, diciendo tímidamente “presente todavía, señor”, aunque todos saben que el presente pronto se convertirá en pasado.
Ex-amigos, ex-voluntarios temporales, ex-parches, ex-padres secundarios, ex-nietos demasiado mayores. Son como esos recortes de papel de muñequitos que se dan la mano, y ahí vienen, todos en contra, cantando himnos guerreros, aliados con mi conciencia. Presencio semejante desfile con mi uniforme decadente de andar por casa, integrado por bragas y gafas de sol negras, en un luto perpetuo por la humanidad que he conocido. Porque soy viuda de todo lo que era mío, y me retuerzo las manos y me pellizco la piel para dejar de pensarlo y hacerme sangre a poder ser. Muy místico-pero-visceral todo, y casi interesante y torturado si tuviera quince años, pero tengo veintisiete y sólo es penoso y lamentable. Es repugnante, me dice una vocecita interior, tal cantidad de materia orgánica desaprovechada: odioso pelo asesino, odiosos huesos que crujen y odiosas manos que no hacen otra cosa que ir empalmando cigarrillos en una especie de cadena de montaje de la impotencia.
Después de un rato así, en un finale presto agitato, salgo corriendo de mi casa dejando un rastro de perfume que no se vende en tiendas ni se puede pagar con la tarjeta del Corte Inglés (L’Ennui Eau de Toilette, compuesto de nicotina, café y papel quemado, entre otros ingredientes selectos). Allá voy. Camino como un zombie por los pasillos vacíos del hiper, sin mirar, porque me adivino con repulsión en los espejos de las columnas. Me pruebo un vestido de abuela, talla 48, encima de la ropa. Todavía no estoy tan gorda, pienso sonriendo a ninguna parte (a punto de llorar de alegría. A punto de empezar a dar berridos). Una señora inocente que pasaba por ahí se marcha apresuradamente al oírme murmurar sandeces. Me gustaría seguirla y gritarle te quiero, darle un beso de hija falsa, ofrecerle mi amistad o el dinero de mis padres o mi sangre, que también es de mis padres, por cierto. Si no se hubiera ido me habría acercado a darle miedo confesándole cosas al oído. Cosas de desconocida loca, como que NECESITO abrazar a quien sea, o que me pegue quien sea, o que perdón en general. En vez de hacer todo eso, que es muy cansado, a la par que ridículo y esquizoide, me vuelvo a casa y me tomo un Tryptizol. Luego saludo a unos transeúntes despistados desde la ventana, imaginándome que son amiguitos del Teléfono de la Esperanza. Me miran poniendo caras raras, intentando identificarme. Y yo a lo mío, a saludar cual infanta, con una barraquera de lo más encantadora, cercana y campechana, regia y borbónica, pensando en lo bonito que sería controlar, controlar, por Dios bendito.